sábado, 7 de julio de 2012

EPITAFIO PARA UN AMOR (cuento coral)


EPITAFIO PARA UN AMOR

Inicio propuesto (LR):
Si el doctor no le hubiera citado para las ocho de la noche, su vida habría continuado con la misma dulce monotonía. Pero esa tarde rompió la rutina de sus horarios y en vez de regresar a casa directamente desde la oficina se desvió hacia el Centro, donde había quedado con su viejo amigo y médico de hace más de veinte años.
Subió por avenida superando los obstáculos de la circulación en hora punta y los semáforos en rojos. Los coches intentaban rebasarse y algunos parecían participar del juego zigzagueante, como si compitieran lentamente para llegar a una meta invisible.
Al fin alcanzó la intercepción con la calle del hospital y, dejando atrás el bullicio de los autos y de la gente que se apiñaba en pasos de peatones y aceras, pudo introducirse en el silencio del parquin subterráneo, bajo la mole de hormigón del Hospital Nacional.
¿Qué querría contarle con tanta premura su amigo? ¿Por qué no había accedido a esperar al sábado, como le propuso? Incluso lo invitó a comer en su casa, pero no, tenían que verse en privado, ¡y ya!
Parece que el asunto es tan importante que no puede aguantar ni siquiera al fin de semana. “Mario, tienes que venir hoy mismo. ¿Podrás estar en mi consulta a las 8?” Respondió que sí, aunque le molestaba tanto misterio y la urgencia con que le requería. En fin, pronto descubriría el por qué de tanto misterio.
Cerraba el coche cuando lo empujaron contra el capó y escuchó:
—¡No me mires a la cara o te mato aquí mismo!

II—Mayte:
Su pensamiento quedó congelado intentando interpretar la situación. “¿Que demonios pasaba?”, se preguntó de repente, pero no hubo más razonamiento, solo un dolor intenso en la cabeza que lo dejó inconsciente.
Una sombra indefinida  apareció ante su rostro, mientras se esforzaba en dar nitidez a la visión. Un individuo joven, de aspecto agradable,  parecía querer despertarlo de su obligado letargo.
—Amigo, ¿se encuentra bien? —preguntó varias veces.
Le costó balbucear alguna palabra, su coordinación entre el cerebro y la voz parecía tener dificultades, sin embargo, consiguió mover sus músculos y percibió que físicamente estaba bien. Intentó sentarse y recordar qué había pasado, mientras el joven parecía hacer una llamada con el móvil a la par que lo observaba.
—Creo que sí —contestó aún abrumado.
—Por un momento pensé que se había ahogado —añadió el joven, colgando el móvil.
—¿Ahogado? —respondió, mientras comprobaba que todo su cuerpo estaba empapado. ¡Dios! ¿Dónde estoy?
—¿Ha tomado algo? ¿Quiere que llame de nuevo al SAMUR?
—Solo quiero saber dónde demonios estoy... No, no recuerdo nada.
—Evidentemente está usted en un acantilado en Formentera, cosa que supongo sabrá.
—No, no lo sé.
—Por lo menos sabrá su nombre.
—Claro, me llamo Ernesto  Santana, ¿y usted?
—Augusto.
—Gracias por su ayuda, Augusto. Pero... me temo que le tengo que pedir que haga algo más por mí. No sé cómo he llegado hasta aquí. Me imagino que no me creerá pero yo nunca he estado en Formentera.
—Mire, yo no quiero problemas, si no se encuentra bien, le dejo en el hospital más cercano y allí lo atenderán. 
—Espere, espere, imagino que todo esto es muy extraño para usted, pero imagínese si usted esta mañana hubiera amanecido en Segovia y ahora le dicen que se encuentra en Formentera. Deme unos segundos para pensar..., solo unos segundos y quizás consiga que el maldito dolor de cabeza me deje entender qué es lo que sucede.
—Está bien. Dice que es de Segovia y, ¿no viajaba en ningún barco en las últimas horas? Pudo haberse caído y no recuerda nada por el golpe que parece haber sufrido.
—Mire, yo no suelo ir en barco porque  vivo en una ciudad sin mar y desde luego...espere, espere...  empiezo a recordar, había quedado con un amigo, ¡eso es! Un último favor, se lo prometo. Acérqueme a la comisaría más cercana. Necesito que alguien me dé explicaciones de lo que está sucediendo.
—Está bien. Agárrese de mí y le ayudo a subir por el acantilado. Tengo el coche arriba. Lo aparqué en el borde de la carretera cuando lo vi tendido al lado de la roca.
—No logro entender nada, seguramente pensará que he tomado algo, pero le juro que no ha sido así.
—Supongo que cuando le pase la conmoción que parece tener, empezará a encontrar respuestas. No se preocupe.
Los dos se dirigieron a la comisaría más cercana y allí el joven se despidió de él desde el coche.
—Buena suerte, amigo.
Todavía dolorido, el hombre le sonrió y levantó la mano para despedirlo mientras veía cómo se alejaba. Entró en la comisaría absolutamente empapado y ante la mirada asombrada de varios agentes.
—Disculpe —se dirigió a él un policía—, ¿puedo ayudarle?
—En realidad, no lo sé —apuntó el hombre—, me encuentro en una situación bastante confusa.
——¿Cómo se llama, señor?
—Ernesto, me llamo Ernesto Santana y…
—Su DNI, por favor.
—Sí, claro, aquí lo tiene, agente.
—Disculpe, ¿cómo me ha dicho que se llamaba?
—Ernesto Santana y…
—Perdone que lo interrumpa, aquí pone  Salvador Pacheco.
—¿Cómo? Pero esa es mi cara. Disculpe, me está pasando algo muy extraño.
El hombre se apresuró a mirar en el interior de la cartera de nuevo, comprobando que efectivamente en toda su documentación aparecía el nombre de Salvador Pacheco. La desesperación empezaba a manifestarse en su rostro, que intentaba entender los acontecimientos tan extraños que le estaban sucediendo.
—Un hombre me encontró en un acantilado y le pedí que me trajera.
—Ya, y ¿dónde está el hombre que menciona?
—No lo sé, pero eso no es lo importante.
—Mire, le voy a dar el teléfono de mi casa en Segovia para que puedan contactar con mi mujer, ella les dirá cómo me llamo y quién soy. Sin duda alguien me está jugando una mala pasada.
—Está bien, pase a esa sala, mientras realizamos las averiguaciones.
—Pero... ¡esto es de locos! Necesito que me crean, le estoy diciendo la verdad. No sé como he llegado hasta aquí, ni por qué llevo encima esa documentación.
—Mire, yo lo único que sé es que usted no puede acreditar de momento su identidad, así que le aconsejo que se relaje y espere que su situación se aclare. Un agente le conseguirá ropa seca si lo desea.
—Gracias, se lo agradezco —contestó adusto—. Si pudiera darme algo también para el dolor de cabeza...
Transcurrieron unos treinta minutos hasta que el policía entró con la ropa y un paracetamol.
—Lo siento, amigo, pero tiene un problema: el teléfono que nos dio no existe. Tendremos que comprobar los datos. De momento puede irse, pero esté localizado hasta que la situación se aclare.

III—Luis Felipe:
Abandonó la comisaría y enseguida constató que incongruentemente portaba billetes en la cartera. Eran las diez de la mañana: por fortuna su reloj era acuático. Los turistas se desenvolvían medio desnudos, todo el mundo se desplazaba en bicicleta. En mitad de la calle curioseó sus documentos identificativos y apócrifos: no parecían falsos ni haber sido manipulados; tampoco estaban deteriorados por el uso ni —lo más extraño— por la humedad marina. Los guardó y, antes de meterse la cartera en el bolsillo, dio un beso a la fotografía de Marta.
Accedió al bar donde convino con los agentes aguardaría novedades. Pidió un café americano, a pesar del calor pegajoso que todo lo demoraba. Ahora, con retardo, como un reflejo olvidadizo del estímulo y remolón, sentía los rayos del sol hormigueando sobre el chichón de su cabeza; la sal del mar cauterizando la herida que coronaba el montículo.
La cafeína templó el caudal de su sangre y reunió ánimo para rememorar desde el principio el día de ayer: se levantó a las seis de la mañana y, tras ducharse y vestirse con el traje gris clarito, fue como cada día a despedirse de Marta, su joven esposa, que a esas horas tempranas remolonea contenta en la cama. Cerró con llave la puerta de casa, puso en marcha el coche y…
No, no sucedió exactamente así, ahora lo recuerda con nitidez. Su amada compañera, algo muy poco frecuente, no yacía hecha un ovillo sobre las sábanas, sino que se hallaba de pie mirando a través del ventanal del dormitorio. Y apenas se volvió cuando le deslizó un beso en el cuello y le dijo “te quiero”. Ahora sí: encendió el coche y lentamente fue abandonando Segovia hasta incorporarse a la autopista y conducir ligero hacia Madrid, donde tiene la sede central la empresa en la que trabaja.
Por el camino puso música triste y romántica; sí, escuchó varias veces seguidas “Pa llegar a tu lado”, en la versión de Bunbury.
La jornada laboral se desarrolló con maravillosa normalidad y rutina, a excepción de la llamada de Rogelio, su entrañable y viejo amigo, también su médico, que, visto lo sucedido, en mala hora le exigió reunirse ese mismo día: en modo alguno podía esperar hasta el sábado el asunto que debían tratar. Vaya. Y es que además… ¡Tenía tantas ganas de volver a casa y abrazar muy fuerte a Marta!  Salió del trabajo a las siete y diez… No, un poco más tarde, porque Rogelio a última hora volvió a llamarle demorando diez minutos la cita: al final quedaron a las ocho en punto en la misma consulta de su amigo. En el trayecto hacia el centro de Madrid se vio inmerso en un atasco monumental…
En ese instante apareció en el bar uno de los agentes que antes lo atendieron, el cual alzó una mano y le hizo una señal para que le acompañara fuera.
—El inspector Lobo quiere hablar con usted –precisó el policía.
—Bien, gracias.
—Sepa que a la hora de investigar casos difíciles, el inspector Lobo es un viejo lobo de mar. Ha tenido suerte –agregó el agente.
Amablemente le hicieron pasar a una sala de declaraciones y le dijeron que se sentara y esperara. Mientras tanto retomó el hilo y continuó evocando el empellón, la voz amenazante y el subsiguiente dolor incisivo en la testa. Luego, sin solución de continuidad y como si volviera a nacer, le sacó de la oscuridad la gentileza finita de Augusto, esa voz sedosa que desde el primer momento le inspiró confianza. Aunque, ahora que lo piensa, tampoco tomó del todo en serio, a causa del tono de voz, la amenaza misma que recibió en el aparcamiento.
De repente apareció en la sala un tipo chaparrete y bajito, de unos sesenta años, con bolsas en los ojos abotargados y nariz garbancera en el centro de una cara redonda. Tenía el pelo corto y cano peinado con raya al lado. Vestía una suerte de traje de color crema, corbata amarilla con el nudo aflojado, como en las películas. Se sentó enfrente y lo observó atentamente durante un rato. Al cabo, dijo:
—Su nombre real es Mario Ernesto Santana, ¿no es cierto? –y sin esperar confirmación soltó: — ¿Es usted feliz en su matrimonio?

IV—Mayte:
—¿Cómo dice? —preguntó el hombre aún incrédulo y desaforado por los acontecimientos—. No... no consigo entender lo que está sucediendo, no puedo pensar con claridad. ¿Qué insinúa?
—Solo le pregunto por la realidad de su matrimonio —contestó el agente de forma adusta.
—Yo, yo no sé que extraña broma es esta, pero le aseguro que mi matrimonio no tiene nada que ver con esto. ¿No se dan cuenta? Estoy siendo víctima de un absurdo malentendido.
—Por eso el número que supuestamente pertenece al teléfono móvil de su esposa es un número inexistente, claro —añadió el policía con tal sorna y maledicencia, que sus palabras  penetraron como fuego en el mismísimo centro del cerebro de Ernesto, que intentaba recomponer su vida, ahora transformada  en un puzzle  de múltiples fragmentos…
—Amigo, tiene un serio problema de identidad, ¿me entiende? Piénselo bien, tiene que decirme su nombre, tiene que decirme su nombre, su nombre, ¿recuerda?... su nombre.

Una niebla helada  invadió su cuerpo, paralizó sus labios y  turbó su corazón. ¿Qué estaba pasando, quién gritaba tan insistentemente?
Un sonido estrepitosamente familiar  le estaba volviendo loco, hasta acabar con su cordura. Su cuerpo aún inmóvil no respondía a sus estímulos.
Quería hablar, quería moverse, pero los músculos no le respondían. De repente el ruido paró, escuchó el chirriar de una puerta abrirse  y alguien volvió a preguntarle por su nombre. Notó que lo movían con brusquedad, como si lo estuvieran bajando de un vehículo.

Balbuceaba sin éxito, mientras veía pasar fugazmente destellos. Una fila de luces se cruzaban en su camino hasta hacer visible un pasillo  por el que  se desplazaba movido por alguien  con cierta ineptitud y bastante rapidez…
—¿Dónde estoy? —dijo con una voz apenas imperceptible.
—Por fin, me alegro de oírle. Está en el hospital. Parece ser que ha sufrido una agresión y estaba usted inconsciente. Lo encontraron en un parking, en el suelo. La policía nos avisó y vamos a hacerle unas pruebas.
—¿Quiere decirme que no estoy en  Formentera?
—Amigo, creo que el golpe ha sido bastante fuerte! Claro que no. Esté en el Hospital La Paz de Madrid.  
Ernesto no daba crédito, ahora se estaba acordando de lo sucedido. Iba a encontrarse con su amigo, cuando lo asaltaron. Su cara se transformó en una mueca inicial de alivio  a la que continuó una sonora carcajada que dejó confuso al enfermero.
—Sinceramente no sé  cómo valorará el médico que le atiende esta actitud, pero me alegro de verlo tan animado dadas las circunstancias.
—Créame, me siento bien, se que le puede parecer raro, pero me siento mejor que nunca. Aunque reconozco que me duele un poco la cabeza.
—Bien es normal, de todas formas ahora se lo cuenta todo al médico que va a valorar las pruebas de diagnóstico que se le van a practicar. Antes de irme déjeme un móvil para avisar a algún familiar. Es un trámite normal, entenderá que hasta que no sepamos que está realmente bien, no le vamos a dar el alta.
—No se preocupe, ya llamó yo a mi mujer con el móvil, se alarmará si lo hace usted.
—Está bien, como quiera. 
Ernesto introdujo la mano en su bolsillo. Allí estaba. Por fortuna al atracador no le había interesado.  Lo saco y le pidió al enfermero que marcara el número de su esposa, él todavía tenía la visión borrosa y difícilmente podía leer los números. El hombre de la bata blanca marcó el símbolo de llamar en el aparato y lo pasó al herido, que aún notaba el golpe en su cabeza.
—“El número marcado no existe, lamentamos no  poder ayudarle” —contestó una voz fría y mecánica a través del auricular…