EPITAFIO PARA UN AMOR
Inicio propuesto (LR):
Si el doctor no le hubiera citado para
las ocho de la noche, su vida habría continuado con la misma dulce monotonía.
Pero esa tarde rompió la rutina de sus horarios y en vez de regresar a casa
directamente desde la oficina se desvió hacia el Centro, donde había quedado
con su viejo amigo y médico de hace más de veinte años.
Subió por avenida superando los
obstáculos de la circulación en hora punta y los semáforos en rojos. Los coches
intentaban rebasarse y algunos parecían participar del juego zigzagueante, como
si compitieran lentamente para llegar a una meta invisible.
Al fin alcanzó la intercepción con la
calle del hospital y, dejando atrás el bullicio de los autos y de la gente que
se apiñaba en pasos de peatones y aceras, pudo introducirse en el silencio del
parquin subterráneo, bajo la mole de hormigón del Hospital Nacional.
¿Qué querría contarle con tanta premura
su amigo? ¿Por qué no había accedido a esperar al sábado, como le propuso?
Incluso lo invitó a comer en su casa, pero no, tenían que verse en privado, ¡y
ya!
Parece que el asunto es tan importante
que no puede aguantar ni siquiera al fin de semana. “Mario, tienes que venir
hoy mismo. ¿Podrás estar en mi consulta a las 8?” Respondió que sí, aunque le
molestaba tanto misterio y la urgencia con que le requería. En fin, pronto
descubriría el por qué de tanto misterio.
Cerraba el coche cuando lo empujaron
contra el capó y escuchó:
—¡No me mires a la cara o te mato aquí
mismo!
II—Mayte:
Su pensamiento quedó congelado
intentando interpretar la situación. “¿Que demonios pasaba?”, se preguntó de
repente, pero no hubo más razonamiento, solo un dolor intenso en la cabeza que
lo dejó inconsciente.
Una sombra indefinida apareció ante su rostro, mientras se
esforzaba en dar nitidez a la visión. Un individuo joven, de aspecto agradable, parecía querer despertarlo de su obligado
letargo.
—Amigo, ¿se encuentra bien? —preguntó
varias veces.
Le costó balbucear alguna palabra, su
coordinación entre el cerebro y la voz parecía tener dificultades, sin embargo,
consiguió mover sus músculos y percibió que físicamente estaba bien. Intentó
sentarse y recordar qué había pasado, mientras el joven parecía hacer una
llamada con el móvil a la par que lo observaba.
—Creo que sí —contestó aún abrumado.
—Por un momento pensé que se había
ahogado —añadió el joven, colgando el móvil.
—¿Ahogado? —respondió, mientras
comprobaba que todo su cuerpo estaba empapado. ¡Dios! ¿Dónde estoy?
—¿Ha tomado algo? ¿Quiere que llame de
nuevo al SAMUR?
—Solo quiero saber dónde demonios
estoy... No, no recuerdo nada.
—Evidentemente está usted en un
acantilado en Formentera, cosa que supongo sabrá.
—No, no lo sé.
—Por lo menos sabrá su nombre.
—Claro, me llamo Ernesto Santana, ¿y usted?
—Augusto.
—Gracias por su ayuda, Augusto. Pero...
me temo que le tengo que pedir que haga algo más por mí. No sé cómo he llegado
hasta aquí. Me imagino que no me creerá pero yo nunca he estado en Formentera.
—Mire, yo no quiero problemas, si no se
encuentra bien, le dejo en el hospital más cercano y allí lo atenderán.
—Espere, espere, imagino que todo esto
es muy extraño para usted, pero imagínese si usted esta mañana hubiera
amanecido en Segovia y ahora le dicen que se encuentra en Formentera. Deme unos
segundos para pensar..., solo unos segundos y quizás consiga que el maldito
dolor de cabeza me deje entender qué es lo que sucede.
—Está bien. Dice que es de Segovia y,
¿no viajaba en ningún barco en las últimas horas? Pudo haberse caído y no
recuerda nada por el golpe que parece haber sufrido.
—Mire, yo no suelo ir en barco
porque vivo en una ciudad sin mar y
desde luego...espere, espere... empiezo
a recordar, había quedado con un amigo, ¡eso es! Un último favor, se lo
prometo. Acérqueme a la comisaría más cercana. Necesito que alguien me dé
explicaciones de lo que está sucediendo.
—Está bien. Agárrese de mí y le ayudo a
subir por el acantilado. Tengo el coche arriba. Lo aparqué en el borde de la
carretera cuando lo vi tendido al lado de la roca.
—No logro entender nada, seguramente
pensará que he tomado algo, pero le juro que no ha sido así.
—Supongo que cuando le pase la
conmoción que parece tener, empezará a encontrar respuestas. No se preocupe.
Los dos se dirigieron a la comisaría
más cercana y allí el joven se despidió de él desde el coche.
—Buena suerte, amigo.
Todavía dolorido, el hombre le sonrió y
levantó la mano para despedirlo mientras veía cómo se alejaba. Entró en la
comisaría absolutamente empapado y ante la mirada asombrada de varios agentes.
—Disculpe —se dirigió a él un policía—,
¿puedo ayudarle?
—En realidad, no lo sé —apuntó el hombre—,
me encuentro en una situación bastante confusa.
——¿Cómo se llama, señor?
—Ernesto, me llamo Ernesto Santana y…
—Su DNI, por favor.
—Sí, claro, aquí lo tiene, agente.
—Disculpe, ¿cómo me ha dicho que se
llamaba?
—Ernesto Santana y…
—Perdone que lo interrumpa, aquí
pone Salvador Pacheco.
—¿Cómo? Pero esa es mi cara. Disculpe,
me está pasando algo muy extraño.
El hombre se apresuró a mirar en el
interior de la cartera de nuevo, comprobando que efectivamente en toda su
documentación aparecía el nombre de Salvador Pacheco. La desesperación empezaba
a manifestarse en su rostro, que intentaba entender los acontecimientos tan
extraños que le estaban sucediendo.
—Un hombre me encontró en un acantilado
y le pedí que me trajera.
—Ya, y ¿dónde está el hombre que menciona?
—No lo sé, pero eso no es lo
importante.
—Mire, le voy a dar el teléfono de mi
casa en Segovia para que puedan contactar con mi mujer, ella les dirá cómo me
llamo y quién soy. Sin duda alguien me está jugando una mala pasada.
—Está bien, pase a esa sala, mientras
realizamos las averiguaciones.
—Pero... ¡esto es de locos! Necesito
que me crean, le estoy diciendo la verdad. No sé como he llegado hasta aquí, ni
por qué llevo encima esa documentación.
—Mire, yo lo único que sé es que usted
no puede acreditar de momento su identidad, así que le aconsejo que se relaje y
espere que su situación se aclare. Un agente le conseguirá ropa seca si lo
desea.
—Gracias, se lo agradezco —contestó
adusto—. Si pudiera darme algo también para el dolor de cabeza...
Transcurrieron unos treinta minutos hasta
que el policía entró con la ropa y un paracetamol.
—Lo siento, amigo, pero tiene un
problema: el teléfono que nos dio no existe. Tendremos que comprobar los datos.
De momento puede irse, pero esté localizado hasta que la situación se aclare.
III—Luis Felipe:
Abandonó la comisaría y enseguida
constató que incongruentemente portaba billetes en la cartera. Eran las diez de
la mañana: por fortuna su reloj era acuático. Los turistas se desenvolvían
medio desnudos, todo el mundo se desplazaba en bicicleta. En mitad de la calle
curioseó sus documentos identificativos y apócrifos: no parecían falsos ni
haber sido manipulados; tampoco estaban deteriorados por el uso ni —lo más
extraño— por la humedad marina. Los guardó y, antes de meterse la cartera en el
bolsillo, dio un beso a la fotografía de Marta.
Accedió al bar donde convino con los
agentes aguardaría novedades. Pidió un café americano, a pesar del calor
pegajoso que todo lo demoraba. Ahora, con retardo, como un reflejo olvidadizo
del estímulo y remolón, sentía los rayos del sol hormigueando sobre el chichón
de su cabeza; la sal del mar cauterizando la herida que coronaba el montículo.
La cafeína templó el caudal de su
sangre y reunió ánimo para rememorar desde el principio el día de ayer: se
levantó a las seis de la mañana y, tras ducharse y vestirse con el traje gris
clarito, fue como cada día a despedirse de Marta, su joven esposa, que a esas
horas tempranas remolonea contenta en la cama. Cerró con llave la puerta de
casa, puso en marcha el coche y…
No, no sucedió exactamente así, ahora
lo recuerda con nitidez. Su amada compañera, algo muy poco frecuente, no yacía
hecha un ovillo sobre las sábanas, sino que se hallaba de pie mirando a través
del ventanal del dormitorio. Y apenas se volvió cuando le deslizó un beso en el
cuello y le dijo “te quiero”. Ahora sí: encendió el coche y lentamente fue
abandonando Segovia hasta incorporarse a la autopista y conducir ligero hacia
Madrid, donde tiene la sede central la empresa en la que trabaja.
Por el camino puso música triste y
romántica; sí, escuchó varias veces seguidas “Pa llegar a tu lado”, en la
versión de Bunbury.
La jornada laboral se desarrolló con
maravillosa normalidad y rutina, a excepción de la llamada de Rogelio, su
entrañable y viejo amigo, también su médico, que, visto lo sucedido, en mala
hora le exigió reunirse ese mismo día: en modo alguno podía esperar hasta el
sábado el asunto que debían tratar. Vaya. Y es que además… ¡Tenía tantas ganas
de volver a casa y abrazar muy fuerte a Marta!
Salió del trabajo a las siete y diez… No, un poco más tarde, porque
Rogelio a última hora volvió a llamarle demorando diez minutos la cita: al
final quedaron a las ocho en punto en la misma consulta de su amigo. En el trayecto
hacia el centro de Madrid se vio inmerso en un atasco monumental…
En ese instante apareció en el bar uno
de los agentes que antes lo atendieron, el cual alzó una mano y le hizo una
señal para que le acompañara fuera.
—El inspector Lobo quiere hablar con
usted –precisó el policía.
—Bien, gracias.
—Sepa que a la hora de investigar casos
difíciles, el inspector Lobo es un viejo lobo de mar. Ha tenido suerte –agregó
el agente.
Amablemente le hicieron pasar a una
sala de declaraciones y le dijeron que se sentara y esperara. Mientras tanto
retomó el hilo y continuó evocando el empellón, la voz amenazante y el
subsiguiente dolor incisivo en la testa. Luego, sin solución de continuidad y
como si volviera a nacer, le sacó de la oscuridad la gentileza finita de
Augusto, esa voz sedosa que desde el primer momento le inspiró confianza.
Aunque, ahora que lo piensa, tampoco tomó del todo en serio, a causa del tono
de voz, la amenaza misma que recibió en el aparcamiento.
De repente apareció en la sala un tipo
chaparrete y bajito, de unos sesenta años, con bolsas en los ojos abotargados y
nariz garbancera en el centro de una cara redonda. Tenía el pelo corto y cano
peinado con raya al lado. Vestía una suerte de traje de color crema, corbata
amarilla con el nudo aflojado, como en las películas. Se sentó enfrente y lo
observó atentamente durante un rato. Al cabo, dijo:
—Su nombre real es Mario Ernesto
Santana, ¿no es cierto? –y sin esperar confirmación soltó: — ¿Es usted feliz en
su matrimonio?
IV—Mayte:
—¿Cómo dice? —preguntó el hombre aún
incrédulo y desaforado por los acontecimientos—. No... no consigo entender lo
que está sucediendo, no puedo pensar con claridad. ¿Qué insinúa?
—Solo le pregunto por la realidad de su
matrimonio —contestó el agente de forma adusta.
—Yo, yo no sé que extraña broma es
esta, pero le aseguro que mi matrimonio no tiene nada que ver con esto. ¿No se
dan cuenta? Estoy siendo víctima de un absurdo malentendido.
—Por eso el número que supuestamente
pertenece al teléfono móvil de su esposa es un número inexistente, claro —añadió
el policía con tal sorna y maledicencia, que sus palabras penetraron como fuego en el mismísimo centro
del cerebro de Ernesto, que intentaba recomponer su vida, ahora transformada en un puzzle
de múltiples fragmentos…
—Amigo, tiene un serio problema de
identidad, ¿me entiende? Piénselo bien, tiene que decirme su nombre, tiene que
decirme su nombre, su nombre, ¿recuerda?... su nombre.
Una niebla helada invadió su cuerpo, paralizó sus labios y turbó su corazón. ¿Qué estaba pasando, quién
gritaba tan insistentemente?
Un sonido estrepitosamente
familiar le estaba volviendo loco, hasta
acabar con su cordura. Su cuerpo aún inmóvil no respondía a sus estímulos.
Quería hablar, quería moverse, pero los
músculos no le respondían. De repente el ruido paró, escuchó el chirriar de una
puerta abrirse y alguien volvió a
preguntarle por su nombre. Notó que lo movían con brusquedad, como si lo
estuvieran bajando de un vehículo.
Balbuceaba sin éxito, mientras veía
pasar fugazmente destellos. Una fila de luces se cruzaban en su camino hasta
hacer visible un pasillo por el que se desplazaba movido por alguien con cierta ineptitud y bastante rapidez…
—¿Dónde estoy? —dijo con una voz apenas
imperceptible.
—Por fin, me alegro de oírle. Está en
el hospital. Parece ser que ha sufrido una agresión y estaba usted
inconsciente. Lo encontraron en un parking, en el suelo. La policía nos avisó y
vamos a hacerle unas pruebas.
—¿Quiere decirme que no estoy en Formentera?
—Amigo, creo que el golpe ha sido
bastante fuerte! Claro que no. Esté en el Hospital La Paz de Madrid.
Ernesto no daba crédito, ahora se
estaba acordando de lo sucedido. Iba a encontrarse con su amigo, cuando lo
asaltaron. Su cara se transformó en una mueca inicial de alivio a la que continuó una sonora carcajada que
dejó confuso al enfermero.
—Sinceramente no sé cómo valorará el médico que le atiende esta
actitud, pero me alegro de verlo tan animado dadas las circunstancias.
—Créame, me siento bien, se que le
puede parecer raro, pero me siento mejor que nunca. Aunque reconozco que me
duele un poco la cabeza.
—Bien es normal, de todas formas ahora
se lo cuenta todo al médico que va a valorar las pruebas de diagnóstico que se
le van a practicar. Antes de irme déjeme un móvil para avisar a algún familiar.
Es un trámite normal, entenderá que hasta que no sepamos que está realmente
bien, no le vamos a dar el alta.
—No se preocupe, ya llamó yo a mi mujer
con el móvil, se alarmará si lo hace usted.
—Está bien, como quiera.
Ernesto introdujo la mano en su
bolsillo. Allí estaba. Por fortuna al atracador no le había interesado. Lo saco y le pidió al enfermero que marcara
el número de su esposa, él todavía tenía la visión borrosa y difícilmente podía
leer los números. El hombre de la bata blanca marcó el símbolo de llamar en el
aparato y lo pasó al herido, que aún notaba el golpe en su cabeza.
—“El número marcado no existe,
lamentamos no poder ayudarle” —contestó una
voz fría y mecánica a través del auricular…