domingo, 24 de mayo de 2009

Cuento coral

Cuento coral realizado a partir de un propuesta de escritura de taller. Aporté el inicio con una intriga, un dato oculto que solo se revela en el final elegido por los talleristas. Cada integrante del taller da continuidad al relato desde ese punto de giro hasta otro, sin revelar la intriga principal y tratando de configurar mejor el conflicto.
Así, sucesivamente, cada uno escribe un trozo, de un punto de giro a otro, dejando siempre el cuento en un punto de tensión, en un clímax.
Cito el cuento in extenso, corrigiendo la puntuación y otros pequeños detalles de estilo, ya que se trata de una creación colectiva. Además, acorto el diálogo final, para que gane en intensidad, eliminando datos que no aportan nada sustancial y dirigiendo la atención directamente al desenlace del conflicto, realidad Vs. Irrealidad.


LECCIÓN Cuento coral

Título: Canto de sirena

Propuesta inicial para motivar la escritura:

Si el doctor no le hubiera citado para las ocho de la noche, su vida habría continuado con la misma dulce monotonía. Pero esa tarde rompió la rutina de sus horarios y en vez de regresar a casa directamente desde la oficina se desvió hacia el Centro, donde había quedado con su viejo amigo y médico de hace más de veinte años.
Subió por la avenida superando los obstáculos de la circulación en hora punta y los semáforos en rojo. Los coches intentaban rebasarse y algunos parecían participar del juego zigzagueante, como si compitieran lentamente para llegar a una meta invisible.
Al fin alcanzó la intercepción con la calle del hospital y, dejando atrás el bullicio de los autos y de la gente que se apiñaba en pasos de peatones y aceras, pudo introducirse en el silencio del parquin subterráneo, bajo la mole de hormigón del Hospital Nacional.
¿Qué querría contarle con tanta premura su amigo? ¿Por qué no había accedido a esperar al sábado, como le propuso? Incluso lo invitó a comer en su casa, pero no, tenían que verse en privado, ¡y ya!
Parece que el asunto es tan importante que no puede aguantar ni siquiera al fin de semana. “Mario, tienes que venir hoy mismo. ¿Podrás estar en mi consulta a las 8?” Respondió que sí, aunque le molestaba el misterio y la urgencia con que le requería. En fin, pronto descubriría el por qué de tanto secreto.
Cerraba el coche cuando lo empujaron contra el capó y escuchó:
— ¡No me mires a la cara o te mato aquí mismo!


Continuación por los talleristas:

Lo sorpresivo de la embestida hizo que tardara unos segundos en identificar la presión en el costado con el cañón de una pistola. Atinó a balbucir:
—Pe…pe…pero, qué es esto... Me está haciendo daño.
—¡Tranquilo y silencio! Vamos a ver al doctor. Camine usted delante y no se le ocurra volverse. ¡Hacia el ascensor!
Se incorporó y comenzó a andar en la dirección indicada. Estaba desconcertado y lo volvió a intentar:
—Pero, ¿me puede explicar qué absurda broma es esta?
—…
Había aparecido una mujer que caminaba detrás, junto al hombre, que ahora empuñaba el arma, con disimulo, en el bolsillo de su chaqueta. Se dirigieron mudos hacia el ascensor.
A esa hora el hospital estaba tranquilo, una vez que las visitas se habían ido, y los médicos y enfermeros del turno de tarde, se tomaban unos momentos de relax mientras se repartía la cena en las habitaciones.
Llegaron a la planta de consultas externas, menos transitada aún que el resto del edificio y, sin llamar, abrieron la puerta del despacho de su amigo. Un leve empujón en la espalda le obligó a entrar. Sus acompañantes cerraron la puerta y se quedaban fuera. Allí estaba el médico con otro hombre, de gesto adusto y aspecto tranquilo, que le invitó a sentarse. El doctor tenía el rostro tenso y expresión atolondrada.
—Querido amigo, discúlpame… ya después me entenderás… —musitó acongojado.
Acto seguido, entre cuatro hombres, lo metieron amarrado a la sala de operaciones.
Al despertar se encontraba acostado en la mesa de cirugía, con náuseas y mareos. No sabía cuánto tiempo había pasado allí. Estaba adolorido y cubierto por una sábana quirúrgica. Al levantarla para ver qué le habían hecho se quedó estupefacto:
Una serie de figuritas…
“¡Mierda!, ¿qué es esto?” –pensó, y desesperado se refregó los ojos para constatar si lo que estaba viendo era cierto o solo una alucinación.
Volvió a mirar, esta vez corriendo definitivamente la sábana: una serie de pequeñísimos y plateados (¿seres, animales, qué era esto?) trabajaban, sin descanso, con pequeñas carretillas cargadas de arena, cemento y canecas de agua; una hermosísima plaza se construía en el triángulo libre entre sus dos piernas, convertidas en colinas y cubiertas de arbustos, que conformaban en el triángulo del pubis una selva de la que partía un chorro de aguas salobres. En el pozo se zambullían sirenitas aguamarina que reían entre juegos.
—¡No puede ser, no, no, es que no puede ser! ¡Alguien que me ayude! ¡Doctor, doctor! — gritó con desesperación.
Volvió a despertar. Sentía una sensación húmeda entre los muslos y alrededor de las caderas. La sensación de irrealidad e incredulidad le llevó a palpar la ropa de la cama. No había duda: se había orinado.
Todavía persistían en su cabeza imágenes de sirenas y colinas verdes adosadas a sus piernas, cuando se abrió la puerta de la habitación. Era su amigo, el médico, acompañado por dos enfermeros a los que no reconoció. Estos procedieron de una forma profesional e inmutable, cambiando el gotero, en el que inyectaron algo y realizando comprobaciones clínicas con una actitud pausada.
Su amigo, entretanto, había permanecido en silencio, a los pies de la cama, mirándole con expresión de lástima y pesar. Ninguno de los dos fue capaz de articular palabra en la insólita situación.
Cuando los enfermeros hubieron acabado:
—Déjennos solos, por favor, dijo el médico.
Los enfermeros salieron.
—Supongo que nunca me perdonarás, pero no tenía otra opción.
—¿De qué me hablas, Santos? ¿Qué hago aquí, acostado y… dónde coño estamos?
Con la sensación de quien sabe que la vida le ha tendido una trampa de la que es imposible salir ileso y con la certeza de que ya nada volvería a ser como antes, tampoco al mirarse al espejo, el médico comenzó a narrar cómo en sus últimas vacaciones con su mujer, en Isla Mauricio, conoció a un simpático y amable caballero, con el que, en el transcurso de los días de asueto intimaron. Se trataba de un hombre de negocios, con el que en el transcurrir de agradables cenas y veladas compartidas, días de playa y excursiones amenas, él habló de su dedicación y estudios en el campo de la cirugía. Dado el interés del otro, se extendió, gustosa y particularmente, en lo relativo a los problemas de compatibilidad y rechazo en los trasplantes. Acabadas las vacaciones se despidieron y consideraron, el suyo, un feliz encuentro.
Pasados tres meses, recibió una llamada del nuevo amigo, con motivo de su visita a Barcelona. Quedaron para cenar y, tras el correspondiente intercambio de cumplidos y puesta al día de unos amigos que apenas se conocen, la conversación se centró, por interés manifiesto del hombre de negocios, en el trabajo de cirujano que llevaba a cabo, poniendo un énfasis particular en visitar el escenario donde transcurría el quehacer de alguien que tenía en sus manos la vida de otros y solicitando casi como un deseo infantil el favor de ver su despacho profesional. Ante tan pueril solicitud, de un curtido hombre de negocios, él accedió, quedando citados para el día siguiente, una vez terminado su horario de consulta.
Sin embargo, al día siguiente, el amigo no acudió solo a la consulta, le acompañaron cuatro personas. Dos de ellas tenían un papel puramente intimidatorio y las otras dos eran expertos cirujanos. Una vez en el despacho, había desaparecido el infantil interés y quedó plasmado el asunto que había motivado la representación de espontánea amistad que hasta ese momento se había desarrollado. El hombre era un enfermo, muy rico, urgido de un trasplante que no podía esperar mucho tiempo, por lo que había decidido buscar por sí mismo para conseguir un riñón.
Una vez en el despacho del doctor, le dijeron que su mujer estaba en esos momentos controlada y que de él dependía que siguiera estando bien. Para ello debía identificar entre sus pacientes uno que fuera compatible con el supuesto amigo. Resulta claro quién era el único de sus pacientes que era compatible.
La desgracia de un favor se había cruzado en el destino, pues si tenía un conocimiento exhaustivo de las características de su amigo era debido a que este se había prestado, por aprecio a participar en un estudio dirigido por el doctor.
Identificado el paciente fue estudiada su historia clínica por los dos expertos acompañantes, que concluyeron que era la persona que estaban buscando.
—A partir de ahí, casi todo lo sabes tú también. La visita a mi consulta fue antes de ayer, yo te llamé por la mañana y por la tarde te extirparon el riñón para colocárselo a él. Todo lo hicieron ellos. A mí solo me dejaron observar.
—Esto debe seguir siendo un sueño. Tengo la sensación de haberme despertado dos veces pero seguro que todavía falta la tercera. La buena.
—No, Mario, no. Estás despierto. Es real.
—Pero, ¿dónde estamos?
—No lo sé. Tanto tú como yo hemos venido sedados hasta aquí. No sé dónde estamos.
—¡Qué leches!, ¿qué estupidez es esa del riñón?
—De nada sirve desesperarse ahora. Estamos en un apartamento, acondicionado como quirófano y deberemos permanecer aquí hasta tu completa recuperación.
—Esto no es real… esto no es real…
Mario deseó, con todas sus fuerzas, sentir un pozo de sirenas aguamarina en su pubis y se quedó en silencio mirando el techo.

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